De Ayunos: Un Viaje Pagano (Parte 17)

Los relojes cuentan las horas perdidas. No se recupera el tiempo, no la mirada de un niño que se asoma por la ventana y se entera que hay un mundo; no un sonido del piano, que esparcido por el universo ataca con suavidad la quietud y el caos; no un amor que en la distancia se mantiene diciendo adios; no las palabras, el roce de labios, las cuentas que prenden del cabello de la amada. No, el tiempo no es un círculo, ni una serpiente que muerde su cola: es una espiral ondeante, una nube disuelta en el raso cielo que aparece un día entre las rocas, muy por debajo de sus sueños.

Emilio tosió y volvió a perder el recuerdo de su anhelado amor, hacía días que escribía la misma línea de una carta inconclusa. El mar, a menor distancia que su amante, le cantaba, pero él, dulce de emociones y amargo en desafíos, solía ignorarlo. "El mar canta", escribía Emilio, pero no abrió la ventana para escucharlo. Esa tarde fue oscura, fue reacia y espectral, pensé que era la conclusión del tiempo.

De mi mesa resbaló el dibujo de una jaula que mantenía a una niña columpiándose en su interior, a quien muchas veces vi con un vestido diferente y casi siempre sonriendo. Nunca le di un nombre, aunque a menudo me pedía llamarla Deméter.

Basilé. Bebí otro sorbo de agua y me dispuse a salir. Afuera también se sentía eletricidad y frío por lo cual oculté mis manos en los bolsillos. Una carta manifestó su presencia: partida en cuatro estaba ahí un recuerdo de mi vida anterior. Mas tarde comprendería todo.

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