De Defunciones I

.













Un caballo cruza la calle.
Creo haber perdido mis últimas dos monedas.
Es hora de volver a casa sobre algunas partículas naranjas que alguien me arrojó para utilizar como vehículo astral.
Tengo la sensación de olvidar la materia que antes me amparaba. Aquí, por debajo sólo hay dos pies que parecen dispuestos a correr.
Avanzo sobre la acera y al pasar frente a una tienda de vitrales observo que soy otro, que parezco un ave recién nacida. Aún florecen en mí un par de ojos, aún se me observa como un tranquilo caer de fuego sobre dos semillas nuevas, relucientes.
Le dije al otro que se asomara para sacar la astilla que se lamentaba como un niño que ha encontrado un nido de terribles insectos. Le dijiste al otro que ahí había un canasto con cerezas azules de tan solas.
Arriba sopla un viento ligero y lleva suspendido entre sus ramas algunas partículas naranjas, imposiblemente rojas, imposiblemente amarillas. No tejen ni disuelven las nubes porque apenas amanece y todavía no se distinguen ni los rostros que avanzan hacia ti cubiertos con turbantes blancos.
Eran tu padre, cada uno venía desfragmentándose y te estorbaba; deseaste odiarle, pero su apariencia te impedía pensar más que en la habitación de donde salías, porque aún ahí, donde observabas los cristales, no dejabas de abandonar de muchas formas posibles aquel edificio roto donde concebiste el amor.
Bajarás la mirada. Pensarás que nada ha acontecido. Tendrás por vida sólo el concepto de tu torso desnudo que es herido por incontables flechas. Retrocederás un paso porque pisaste algo, pero te será imposible alcanzar ese incentivo que se oculta bajo tu zapato. De lejos no parecerás extasiado, pero si se te mira de cerca es imposible no llorar de tan repugnante que se te ve.
Afuera hay nadie, ni la calle se asoma para existir por sí misma. ¿En qué momento entré? Dices. Dirás. Y estás ahí para ver, pues se te impidió formar parte. ¿Por quién? ¿De quién fue la orden?
Pero, ¡qué importa si tú no eres más que un turista, un extraño en tierra ajena!
Te diremos hasta aquí llegaste. Sólo deberás decir sí. Sólo has dicho sí. Vamos a ordenar que develen tu placa, un epitafio tallado con tus huesos. Yo nací un dia que Dios estuvo enfermo, grave, dirá.
¿Qué pasa?
Pasa que ni está grave, que ni hay Dios, que ni se te ha dado una placa.
Aquí hasta el silencio olvida.

Comentarios

Entradas populares