De Defunciones (Prólogo de El Libro de los Finales)



De Defunciones (Prólogo de El Libro de los Finales)

Alberto Jiménez





También tengo derecho a la muerte.

La vida no deja de ser sólo un deseo innato de querer dormir al llegar la noche.

La noche no deja de ser el momento en el que el cuerpo se pierde esperando que no llegue el día.

¿Cuál es el sentido de ver que amanece y permanecer sorprendido, de aparentar sorpresa? ¿Cuál es el de esperar que acontezca el amor, o acaso el simple hecho de ser correspondido por los extraños?

También tengo derecho de no querer la vida, de elegir un final que supere lo poético, lo irreverente, lo cotidiano. Ya no me exalto al encontrarme observado por la imagen de los otros, ya no veo el acontecer ni la vida como una línea larga y fina, ya no simulan las calles el laberinto del cual antes elegía salidas, pasajes nuevos. Ahora todo es rancio, es ocre, sabe a cartón, a polvo prehistórico que deambula, pues a sí mismo no sea podido detener. Merodea entre mis piernas y cuando cae en mis labios se le siente como rocas tristes, como pétalos de una flor plástica cargada de un pasado que no comprende. Tengo la sensación de hablar, de pronunciar, pero entablo un canto o suspiro agua. Debí creer que era rencor, probablemente ahora sentiría un aire colándose entre mis dientes, bajo la alfombra que rodeó mi casa antes de hoy o ayer.

Se me pidió que hablara, se me dijo explica que quieres morir, que le darás la vuelta al parque y no colocarás sobre el camino las piedras de la locura. Explica que les darás la soga, que los gastos corren por tu cuenta, que ni tienen que observar, que ni tienen que enterrarte, que ni deberán sacudir el polvo neutro, casi gris, casi azul. Explícales que ni de tristeza se muere, que ni de soledad. Se te pidió que hablaras, que les contaras la pequeña secuencia de tu pequeño fallecimiento.

También tienes derecho de elegir la muerte porque tu vida no deja de ser más que el ejercicio de retroceder, porque no dejas de comprender que no hay una linterna que ilumine el mediodía, donde aún caminan los espectros de las antiguas palabras que quisieron suceder como un accidente en la esquina del moribundo que yace tendido entre los brazos de una mujer llamada Misterio.

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