De la historia del desencanto (y del fragil descenso del yo)

El ritmo no es lento. Le dije mátalo porque no soportas encontrarlo el mismo siempre al regresar. Ahora no sabe cómo detenerse, no sabe si graznar o arrojar la bomba por la ventana. ¿Es de noche? Sólo percibe que ahí hay una ventana, que del otro lado hay otro lado. Vino y repartió algunas hojas con manifiestos que decían "él es", "él no es", "él será", "él no será". Las verdades engendraron vitrinas dentro del cuarto (el estómago del idiota). Hay un rumor poderoso de que se aproxima el agua. El ritmo no tiene un compás. Desea decirle al cuerpo que le diga un "ay", pero hasta los ayes se han pronunciado por un no. No hay litigio. No hay pasión. No hay rezos. Le dije a Dios que no entrara. Espera el el pórtico porque adentro sólo hay mugre: repugnantes aves caminan a ras del suelo buscando la última semilla y se llenan las patas de una sangre viscosa que no absorbe el suelo, que no puede descender en forma de nieve sobre la colina de aquellos ayeres. Le dije mátalo, estás expuesto a verle crecer como a una hydra hambrienta de tierra, de paredes firmes y humedad abismal. Ahora sólo puede morderse el pulgar como ese niño inquieto que deseó conocer en su infancia, que se abrumó entre sábanas y desdenes. No. No hay por qué llorar, aquí no habrá ni polvo para sacudir por las mañanas. La habitación no contiene más que unos muros matemáticos que empiezan a calcular abismos. No somos hombres, dijo, aquí no nacemos hombres, sino entes espaciales sobre quienes se fundamentan los objetos, somos el ancestro del eso, del aquello. No guardamos ni calor ni frío. Observa que ni los espejos reflejan una mínima o nula proporción de nuestros cuerpos.

La ventana no deja de ser ventana, pero hay una distancia descomunal que interpretada sería un cabello, un delicado hilo que desciende de una cabeza mítica, que parte en dos al rayo y bifurca las verdades.

Entonces se fragmentó. Decidió avanzar a lo largo de todas las direcciones. No volverá.

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