La Ficción en Moras Ranch

Las impresiones son grandes, son visibles en las miradas de la gente. Aquí hay un movimiento que transporta a cada uno por la acera indicada. Todas las calles, pequeñas en su mayoría, conducen a oriundos y visitantes a una celebración que ya se esperaba; todos lo disfrutan y lo sienten a través de sus ojos, porque la mirada también es perceptiva y ésta deleita al resto del cuerpo. Estamos en Morelia, desayunamos enfrente de la catedral en un modesto y a la vez lujoso restaurante, todos hablan de cine.

Sólo dos días estuve aquí, vine al cierre del VII Festival Internacional de Cine que ya es una institución en Morelia, ciudad a quien llaman “patrimonio cultural de la humanidad”, y que lo es sobre cada una de sus letras. Aunque no pude llegar a tiempo para presenciar cada uno de los filmes, siento como si hubiera estado siempre, la ciudad transpira la ficción cinematográfica a través de sus muros que van de un café abrigador a un rosado cálido.

El viaje fue íntimo en su callada travesía. Desde la ciudad de México varios abordamos un cómodo autobús que en un trayecto de más de tres horas nos daría el justo material para escribir once poemas en un cuaderno al proyectar en sus ventanillas algunas postales del paisaje michoacano, especialmente la del silencioso lago de Cuitzeo, muy próximo a Valladolid, como en antaño se le conocía a Morelia.

Una ligera lluvia recibió a los visitantes, algunos no descendieron del autobús, dijeron que irían a Patzcuaro, dos eran españolas, mi compañera de asiento, una señora de edad avanzada, comentó que iría a casa y me regaló un escapulario.

Afuera de la terminal, conocida como “la central” o “la nueva”, me esperaba el conductor de un taxi, quien me llevó hasta el hotel en donde me hospedé. La recepcionista me acogió con grandes atenciones, al mirarla supe que había visto su rostro en otro lugar, más tarde la relacioné con La Doña, María Félix, aunque ya no por sus facciones, sino por el tono de voz. En seguida acomodé mis cosas para evitar que se arrugaran y tomé un baño, el agua fría no me causó extrañeza, pues la anhelaba.

Descendí por la calle Carrillo Puerto hasta ser recibido por la fuente de Las Tarascas, el monumento principal en Morelia, que da inicio a la avenida principal: “La Madero”, como se le conoce. Emprendí el camino hacia el centro histórico. El calor me mojaba la frente. Conforme avancé, fui encontrando diversidad de semblantes, sabía que no todos eran morelianos, empecé a sentir esa alegría que causa formar parte de un grupo de desconocidos en un lugar lejano. Pero me sentía en casa, a donde no volvía desde hace un par de años, o quizá más.

Antes de permitir que la ciudad me sedujera, descendí por Nigromante y pasé frente a mi edificio favorito en esta ciudad, el Museo Clavijero. Continué. A mi derecha, el Jardín de las Rosas ya entusiasmaba a los más jóvenes entre los adultos, quienes saboreaban una cerveza y se rodeaban con fotografías de Anne Nicole Richie y Paris Hilton, en un intento de fotografías clásicas y eróticas. A mi izquierda, el cine más emblemático de la ciudad, un centro de gravedad en estos días.


(Continuará)













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