La Mecánica del Corazón (Fragmento)

Debo hallar un medio de reencontrarla cueste lo que cueste, quiero saber cómo se llama, cuándo podré verla de nuevo... Y lo único que sé hasta ahora es que canta como los pájaros y su vista no es muy buena. Nada más.

Aprovecho cualquier ocasión para informarme. Pregunto a las parejas de jóvenes que vienen a casa para adoptar un bebé, pero nadie parece saber nada. También pruebo suerte con Arthur, que me dice: «Sí, la oí cantar en la ciudad, pero hace bastante tiempo que no la he visto». Quizás las muchachas estén más dispuestas a ayudarme.

Anna y Laura son dos prostitutas que nos han visitado en más de una ocasión con sus vientres hinchados. Cuando les pregunto por la joven, me responden: «No, no, no sabemos nada, no sabemos nada... no sabemos nada, ¿eh, Anna? No sabemos nada de nada... ¿Nosotras...?», y entonces presiento que voy por el buen camino.

Anna y Luna Tienen aspecto de niñas viejas. Imagino que, al fin y al cabo, eso es lo que son, un par de niñas de treinta años disfrazadas con ajustados trajes de piel falsa de leopardo. Desprenden un inconfundible aroma a hierbas provenzales, un perfume de cigarro natural que las acompaña incluso cuando no fuman. Esos cigarrillos les proporcionan una aureola brumosa y da la sensación que les cosquilleen el cerebro, pues siempre les provocan risas. Su juego favorito consiste en enseñarme palabras nuevas. Jamás me revelan su significado, pero ponen todo su empeño en que las pronuncie perfectamente. Entre todas las palabras maravillosas que me enseñan, mi preferida siempre será «cunnilingus». Me lo imagino como un héroe de la Roma antigua, Cunnilingus. Hay que repetirlo varias veces, Cu-ni-lin-guss, Cunnilingus, Cunnilingus. ¡Qué maravillosa palabra!

Anna y Luna no se presentan nunca con las manos vacías, siempre traen un ramo de flores robado en el cementerio o la levita de algún cliente muerto durante el coito. Para mi cumpleaños me regalaron un hámster. Le puse Cunnilingus. «¡Cunnilingus, amor mío!», canturrea siempre Luna mientras repiquetea en los barrotes de su jaula con las uñas pintadas.

Anna es una gran rosa marchita con mirada de arcoiris, cuya pupila izquierda, un cuarzo instalado por Madeleine para reemplazarle un ojo que le destrozó un mal pagador, cambia de color según el tiempo. Habla muy deprisa, como si el silencio la asustara. Cuando le pregunto acerca de la pequeña cantante, me dice: «¡Jamás he oído hablar de ella!». Al pronunciar esta frase, su elocución es aún más rápida que de costumbre. Presiento que la consumen las ganas de revelarme algún secreto. Aprovecho para hacerle unas cuantas preguntas generales sobre el amor, en voz baja, pues no quiero que Madeleine sepa nada de este asunto.

–Verás, trabajo en el amor desde hace mucho tiempo. No es que haya recibido mucho, pero el simple hecho de darlo generalmente me hae feliz. No soy una buena profesional. En cuanto un cliente se vuelve regular, me enamoro y entonces ya no acepto su dinero. Entonces sigue un período en el que viene todos los días a verme, a menudo con regalos. Pero al final termina desapareciendo. Ya sé que no debería enojarme, pero no puedo evitarlo. Siempre se produce un momento patético pero agradable en el que pienso que mis sueños pueden hacerse realidad. En ese momento creo en lo imposible.

– ¿Lo imposible?

–No es fácil vivir con un corazón de melón cuando se tiene mi trabajo, ¿entiendes?

–Creo que sí lo entiendo.

Y luego está Luna, rubia tornasolada, versión prehistórica de Dalila, con sus gestos lentos y su risa rota, funámbula sobre tacones afiladísimos. Su pierna derecha se congeló parcialmente el día más frío de la historia. Madeleine la reemplazó por una prótesis de caoba con un portaligas pirograbado. Me recuerda un poco a la pequeña cantante, pues tiene el mismo acento de ruiseñor y la misma espontaneidad.

–¿Tú no conocerás a una pequeña cantante que anda dando tumbos por todas partes? –le pregunto.

Ella pone cara de no entender y cambia de tema. Imagino que Madeleine le ha hecho prometer que no me revelaría nada sobre la pequeña cantante.

–Un buen día, harta de ignorar mis incesantes preguntas me responde:

–No sé nada de la pequeña andaluza.

–¿Qué significa «andaluza»?

–No he dicho nada, no he dicho nada, mejor pregúntaselo a Anna.

–Anna no sabe nada.

Para llamar su atención, para conmoverla, pruebo con el truco del chico triste, cabizbajo, de ojos entornados.

–Por lo que veo, has aprendido rápido algunos rudimentos de la seducción –dice Anna.

–¿No se lo dirás a nadie, verdad?

–¡No, claro que no!

Empieza a susurrar, sus palabras son apenas audibles:

–Tu pequeña cantante viene de Granada, Andalucía, un lugar que está muy lejos de aquí. Hace mucho tiempo que no la escucho cantar en la ciudad. Tal vez haya vuelto a Granada, a casa de sus abuelos…

–A menos que esté en la esuela –añade Anna en un tono estridente.

–¡Gracias!

–Chist… ¡Cállate! –añade Luna en español, pues siempre habla en su lengua natal cuando se pone nerviosa.

Mi sangre hierve, me desborda una oleada de pura alegría. Mi sueño se hincha como una tarta en el horno; creo que ya está listo para sacarlo fuera. Mañana mismo bajaré la colina que lleva hasta la ciudad y buscaré esa escuela.

Pero antes tengo que convencer a Madeleine.





MALZIEU, Mathias. La Mecánica del Corazón. Vicenç Tuset (trad.). Barcelona: Random House Mondadori, 2009

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