Aire

Cuando pienso en el roble bajo el cual descansé mis fatigas, lloro. Cuando recuerdo la tarde más bella, después del gran cansancio, un hombre llega corriendo y vacía su cubo de monedas rotas en la entrada de mi casa. Cuando toco la delicada membrana de una mirada, cuando le proveo unos labios y una risa conocidas, esperada largo tiempo, alguien sacude sobre mí un almohadón de plumas sucias. Ayer imaginé que los abismos desaparecieron, que un suave pasto iba a descender bailando sobre la pradera más extensa de mi vida, pero sólo faltó cerrar los ojos una vez para reconocerme sumergido nuevamente en la misma caverna, para ver mis pies en lo alto y mis manos turbias agitando la primera página blanca de un futuro incierto. Sólo fue necesario asomarme otra vez a la puerta para observar el montón de monedas rotas que alguien vino a colocar de noche, cuando yo dormía abrazado a un roble eterno, del cual no quise desprenderme. Pero no había roble, y tampoco una noche: allí sólo estaba el mismo almohadón que desprendía las mismas plumas sucias.

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