Se suponía que no debían tener alma

Se suponía que no debían tener alma

Fue curioso que al leer Nunca me abandones, en el trayecto no me cuestionara acerca de la naturaleza de los estudiantes de Hailsham, aunque en un punto lo llegué a intuir y pronto a comprender. No obstante, cuando se descubre lo que el narrador oculta, también se deduce –o al menos no se duda– que los protagonistas posean un alma por el hecho de ser personas y de tener naturaleza humana.

Tener o no tener alma es la cuestión que se desarrolla en la última parte: ¿estos personajes la poseen, la humanidad puede procrear, diseñar o fabricar seres (humanos) sin alma? ¿Cómo se determina quién la tiene o quien no la va a tener? O lo que es peor: ¿quién nos puede asegurar que nosotros, nacidos de formas naturales, somos poseedores de una? ¿Tendrá alma quien nació en una cesárea o cuya madre se sometió a algún método natural de fertilidad? ¿Realmente éstas pueden ser cuestiones dignas desde bajo cualquier referencia ética, moral o espiritual?

A continuación los únicos fragmentos en donde Kathy, Tommy o Ruth mencionan tener alma o acaso utilizan la palabra, incluso sin saber lo que ello significa, pues, al parecer, jamás se les formó bajo dicho concepto.

La única en hacerlo es Kathy después de poner en Evidencia a Ruth, quien forma parte de su crecimiento humano al lado de Tommy. Ruth oculta su debilidad en la fantasía que por momentos toca tintes de mitomanía. Kathy lo sabe desde el principio, lo comprende y acepta porque percibe en Ruth algo más que una mentira y sabe que la protección es un primer gran síntoma de amistad. Pero pronto surgen conflictos, molestias e inquietudes por percibir cambios en los otros, así que Kathy, como cualquier ser humano, pierde la noción de estar dando las respuestas correctas:

—En el Saldo del martes pasado —dije—, estuve echando una ojeada al libro de registro. Ya sabes, donde se apuntan las cosas...
—¿Estuviste mirando el registro? —saltó Ruth al instante—. ¿Y se puede saber por qué?
—Oh, por nada en especial. Christopher C. era uno de los monitores, así que me puse a hablar con él. Es el mejor chico de secundaria, con diferencia. Y empecé a pasar las hojas del registro, por hacer algo...
La mente de Ruth —me daba cuenta— había hecho velozmente sus cálculos, y ahora sabía exactamente de qué estábamos hablando. Pero dijo con voz calma:
—¿El registro? Vaya aburrimiento.
—No. Yo creo que es muy interesante. Puedes ver lo que compra cada cual.
Dije esto último mirando con fijeza hacia la lluvia. Y luego miré a Ruth, y me llevé un susto tremendo. No sé lo que me esperaba: pese a las fantasías que había acariciado a lo largo de todo el mes anterior, jamás había imaginado cómo sería todo en una situación real como la que ahora se desarrollaba ante mis ojos. Vi lo trastornada que estaba Ruth; cómo, por vez primera desde que la conocía, no tenía palabras (se había vuelto hacia otro lado, al borde de las lágrimas). Y, de pronto, lo que acababa de hacer me pareció absolutamente incomprensible. Todos aquellos esfuerzos, todos aquellos planes, sólo para disgustar a mi amiga del alma. ¿Qué diablos importaba que hubiera dicho una pequeña mentira sobre su plumier? ¿No soñamos todos de cuando en cuando que uno de los custodios infringe las normas para favorecernos de alguna forma especial? ¿Para darnos un abrazo espontáneo, una carta secreta, un regalo? Lo único que había hecho Ruth era llevar uno de esos inocuos sueños de vigilia un poco más lejos, y ni siquiera había llegado a mencionar el nombre de la señorita Geraldine.
Me sentía muy mal, y muy confusa. Pero mientras seguíamos allí juntas, bajo el alero, mirando fijamente la niebla y la lluvia, no se me ocurría nada con lo que reparar el daño que había hecho. Creo que dije algo patético como: «No importa. No vi mucho, de todas formas...», que quedó flotando estúpidamente en el aire húmedo. Luego, al cabo de unos segundos de silencio, Ruth avanzó un paso y salió a la lluvia. (Ishiguro, K. 2005, 43-44)

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