La escuela de la tibieza



En el día de Job un hombre se presentó en la puerta de la casa de Leonor Figueroa. Traigo el señuelo. Se escuchó el tañido de una campanita en el otro lado de la calle. Braulio Andaluz asomó un ojo a través del pequeño orificio en la cortina de su sala. Aún no volvía la luz y las sombras caían espesas como un manto infame que no desea abandonar a los hombres. La avenida, que finalizaba en un callejón en el lado poniente estaba cubierta por una tenue capa gris, como de ceniza, y se mantenía quieta incluso al paso de los hombres, cuando estos necesitaban caminar entre las tristes viviendas. Leonor Figueroa tallaba una cacerola con la misma escobeta de raíz que antes había usado para sacudir la cubierta de la mesita que encabezaba la cocina. Acomodó sobre dos platos grandes uno pequeño en el cual había reogido las migas del pan que se dispuso a cenar. Tanteaba de vez en cuando con su mano derecha como para ubicarse en el pequeño espacio. Si se le hubiera visto desde la entrada de la cocina sólo se habría percibido una sombra que apenas rebasaba la altura de la estufa y se habría pensado que un gato merodeaba entre las pertenencias de la casa. Leonor Figueroa, cuyo rostro era tan invisible en aquel lugar y en cualquier otro sintió que un vientecito se colaba entre sus cabellos y se le erizó el vello cano y greso de la nuca. Volteó. ¿Enéf? Se asomó pero pronto se volvió a encontrar sola. Olvidó lo que hasta hace unos instantes realizaba con inquietud y se acercó a la alacena a buscar un pan. Ahí no había más que un canasto roto que había colado debajo algunas migas. De pronto se dijo para sí, porque nadie más había: llamaron a la puerta, Enef, recoge los pies de la alfombra. Se esuchó un ruidito en la sala de estar. De nuevo avanzó hacia la puerta de la cocina, pero esta vez dio vuelta a la derecha y echó llave a la puerta, con lo cual la abrió. Nadie le recibió. Recogió un huevo que avanzó hacia sus pies, impulsado por la pendiente. Lo cogió...

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