Reflejos suspendidos [Lo amorfo]

Le dije a mi amante que ya me iba. Le dije a mi amante que era el momento en el que mis pies tendrían que transformarse, que mis manos, mi rostro, mi voz ya lo habían hecho. Le dije desde las montañas que no lo extrañaría, que no me importaba su pérdida, que finalmente todo se pierde. Le dije sigilosamente, casi triste, casi sin advertir que no poseía dolor, que ya me iba, que ahí se terminaban nuestras cuerdas y que era tiempo de romper el nudo. Imaginé que el cielo era oscuro, quizá para recordar más tarde con un poco de melancolía. Se arremolinaron las palabras bajo mi lengua, vomité un poco de blasfemia para terminar con una página que no dejaba de ser blanca, que filtraba cada letra. Tengo nuevos pies, nuevos ojos, creo que ni siquiera son míos, ni de mi generación, ni de otra, están aquí como un préstamo barato que obtuve en la farmacia de mi pequeño pueblo roto. Le debieron decir que yo ya no estaba, que ya ni en éste ni en otro universo, que sí desaparecen las cosas, que no hay transformación, que cambian y se pierden. El sol, si se quiere hablar de él, lo había, pero más en su visión de una obra que, colgada como un cuadro de museo, percibía como una ventana de ciudad, porque ahi, se dice, la visión es nueva, grande. Le debieron decir que él -o tú, o el otro, o yo, quien fuere- era diminutos yo en un anti-proceso celular o antibiológico, antihumano que terminaría en la hoja de un diario, como muestra de un experimento, como -otra vez- esa ventana con disfraz de cuadro en el muro. Le dije a mi amante que yo era una ventana o el papel tapiz de un muro sobre el cual miraba a un cuadro que lo cubría. Le dije a mi último amante que al final la risa infantil no era sino un árbol petrificado entre las rocas, una silla plástica que no reconoce ni pasado ni futuro. El -o quizá ella en otros tiempos- prefirió avergonzarse de mí, prefirió colocarme en una bolsa que contenía un abismo y me arrojó con varias consonantes para que yo, inmerso en un limbo, creara un poema o una canción. Durante un tiempo lo hice, pero cuando descubrí que las letras se filtraban, cuando descubrí que el filtro no las conducía ni contenía, olvidé el papel en algún tacho de basura, o sobre alguna mesa con aquel bolígrafo que todo lo miente. Voy a olvidar a mi viejo amante, voy a olvidar mis viejos pies, mi viejo rostro, mis viejas manos que sólo se incendiaban; voy a olvidar mis clases de anatomía y aquellas con las que abordé a un viejo ser humano -triste desde su interior como una máquina prehistórica insuficiente; voy a olvidar mis clases de historia, esa horrible tradición de cargar con un costal de óxido y diarrea; voy a olvidar mis nombres de antaño y las locuras que se albergaron en las celdas de mi interior. Le dije a mi amante que esas ya no eran mis manos, que ni siquiera eran unas manos, le dije que de muchas puertas podía elegir todas, porque no era alguien -o algo- escapando, porque yo era las puertas y lo que había tras ellas, con todas las posibilidades, amarradas, atatas, torcidas o etéreas, o simplemente -y nuevamente- hojas filtro blancas y suspenidas o cayendo, o simplemente -y nuevamente, hojas blancas.

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