El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (fragmento)
La vida eterna, pensé, la inmortalidad.
El profesor me había dicho que me encaminaba hacia el mundo
de la inmortalidad. Que el fin del mundo no era la muerte, sino la
transformación, que allí podía ser yo mismo, que podría recuperar todas las
cosas que había perdido en el pasado, las que estaba perdiendo ahora.
Tal vez fuera así. No, seguro que sería así. Aquel anciano
lo sabía todo. Y si él decía que aquel mundo era el mundo de la inmortalidad,
podías apostar a que era el mundo de la inmortalidad. No obstante, ni una sola
de las palabras del profesor lograba despertar eco alguno en mi corazón. Eran demasiado
abstractas, demasiado ambiguas. Tenía la sensación de que, ya en aquellos
instantes, yo era suficientemente yo mismo, y el modo en que un ser inmortal
debía contemplar su propia inmortalidad trascendía ampliamente los estrechos
límites de mi imaginación. Y a todo esto debían sumársele los unicornios y a
muralla. Me daba la impresión de que El
mago de Oz era más realista.
«¿Y qué he
perdido yo?», me pregunté,
rascándome la cabeza. Sin duda alguna, había perdido muchas cosas. Si las
hubiera apuntado en una libreta, posiblemente habría llenado un cuaderno entero
en la universidad. Había sufrido mucho la pérdida de alguna de ellas a pesar de que, en el momento en que las
perdí, creí que no importaba demasiado, pero con otras cosas me había sucedido
lo contrario. Había ido perdiendo diversas cosas, diversas personas, diversos
sentimientos. En el bolsillo de un abrigo que simbolizaba mi existencia, se
había abierto un agujero fatal que ningún hilo ni aguja podía coser. En este
sentido, si alguien hubiera abierto la ventana de mi piso, se hubiese asomado dentro
y me hubiese gritado: ¡Tú vida es un completo cero!, yo no habría tenido ningún
argumento en contra que esgrimir.
Sin embargo, si hubiera podido volver atrás, me daba la
sensación de que habría reproducido una vida idéntica a la que había llevado. Porque
éste –esta vida llena de pérdidas– era yo. Era el único camino que tenía yo de
ser yo mismo. Por más personas que me hubiesen abandonado a mí, por más
personas a las que hubiese abandonado yo, por más bellos sentimientos,
magnificas cualidades y sueños que yo hubiese perdido, yo únicamente podía ser yo.
En el pasado, cuando era más joven, creía que podía llegar a
ser algo distinto de mí mismo. Incluso creía que podía abrir un bar en
Casablanca y conocer a Ingrid Bergman. O también, de manera más realista –y dejando
de lado si realmente era más realista o no–, creía que podía llevar una vida
provechosa más de acuerdo con mi propia personalidad. Para conseguirlo, incluso
me había impuesto una disciplina. Había leído The Greening of America, había viso tres veces Easy Rider. Pero, a pesar de ello, siempre acababa volviendo al
mismo sitio, como una barca con el timón curvado. Era mi yo. Mi yo no iba a ninguna parte. Mi yo estaba aquí, esperando a
que yo volviera.
¿Tenía que llamar a esto desesperanza?
No lo sabía. Tal vez fuese desesperanza. Turgéniev quizá lo
llamaría desencanto. Dostoievski, tal vez infierno. Somerset Maugham tal vez lo
llamase realidad. Pero lo llamaran como lo llamasen, ese era yo.
No podía imaginar el mundo de la inmortalidad. Quizá ahí
podía recuperar las cosas que había perdido y crear un nuevo yo. Quizá habría
quien me aplaudiera, quien me felicitase. Y quizá yo fuera feliz y consiguiese
una vida provechosa más acorde con mi personalidad. De todas formas, sería otro
yo, un yo que no tendría nada que ver conmigo. Mi yo de ahora contenía mi
propio ego. Era un híbrido histórico, algo que nadie podría cambiar.
Tras reflexionar un rato sobre ello, llegué a la concusión
de que lo más razonable era pensar que moriría pasadas poco más de veintidós
horas. La idea de que iba a trasladarme al mundo de la inmortalidad me
recordaba Las enseñanzas de don Juan,
y me inquietaba.
Yo iba a morir, concluí arbitrariamente. Pensar así casaba
mejor con mi manera de ser. Esa idea me produjo cierto alivio.
Murakami, Haruki. (2009). El fin del mundo y un despiadado
país de las maravillas. Lourdes Porta Fuentes (trad.). México, DF.: Tusquets
Editores. 522-524
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